Madrugada del viernes, hago lo que odio hacer, pedirle al taxista que pare el auto y me espere mientras compro algo que necesito de manera urgente, en este caso, un cepillo de dientes.
Imposible dormir sin cepillo de dientes cerca, sin la seguridad de que a la mañana siguiente, tendré la boca refrescada y eliminada la posibilidad del tan temido mal aliento.
Bajo entonces del taxi, en el cruce de dos avenidas de la ciudad de Buenos Aires y me dispongo a hacer otra cosa que también odio hacer, despertar al hombre farmacéutico para pedirle algo que lo hará hablar por lo bajo, lo sé, porque no se trata de un medicamento que habrá de salvarme la vida. Sólo le voy a pedir un cepillo de dientes, y el más barato que tengas, digo, mientras miro la cara del taxista odiándome por haberle hecho parar el auto.
Mientras el farmacéutico se aleja de la ventanilla y lo pierdo de vista, un hombre ebrio aparece y trata de entablecer una conversación conmigo. Insiste en que 8 por 8 es 16 y me pide que le compre una jeringa.

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